El silencioso sufrimiento, abertura de la esperanza

Muere el silencio del pecado


El cual nos lleva a destruir lo más preciado e importante en la existencia de la misma.


Muere el soplido de ella


El susurro de su viento al pasar por los lugares y secretos espacios.


Mueren los instantes y segundos mas radiantes del cosmos.


El Universo pierde su esencia y valor.


Ya nada sobrevive en la sobrevivencia de la existencia.


No hay forma de volver a comenzar dicta el corazón desfallecido.


Porque todo lo que algún día tuvo valor en sí mismo, ya no lo tiene.


El sentido de la causa y la razón no tiene la emoción que evocan sus recuerdos en el alma.


Desnudo, vacío y carente de luz para proseguir la vida en su existencia.


Se desvaneció en los ojos sus destellos, pero qué puede hacer.


Vergüenza aguda que corre por las arterias sin querer detenerse, todo el cuerpo afectado por el fluido que parece veneno paralizando la vida del sufriente culpable.


No soy Dios para ordenar el caos de las imprudencias y desobediencias iniciadas en lo recóndito del ser.


Muerte declarada en la existencia del sentido en ella misma.


Nada reemplazará jamás sus brillos.


Se apagó en el  apogeo de su destellante luz.


Sus recuerdos pululan en los infinitos lamentos de dolor.


Ruego e imploro que algún día surjan las raíces.


Y el anhelo de verle nacer en el horizonte del ayer.


La luz se oscureció, el caos comenzó a reinar en el interior de la raíz.


El sendero del bien raíz se desvió de su cauce natural.


El destino se seco y la flor murió con el desgarrante suplicio del perdón.


¡Quién está ahí para socorrer el alma penitente!


Escapar del eco que golpea violentamente la conciencia de quien cayo preso de su propia naturaleza.


Todo pierde forma, color y aromas, desagrados toman con violencia los instantes, para instalarse de manera permanente en el corazón sufriente.


Un pequeño suspiro, una enorme esperanza que emerge como luz al final del peligroso laberinto, gestando un último e impagable deseo de volver a sonreír en la bondad del amor imperecedero del que todo lo sostiene.


Dulce bondad manifestada que cubrirá de nuevas plumas el alma desplumada, firmeza necesaria para emprender el vuelo eterno con el Hacedor del perdón.

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