Llevarse

 

Dejarse llevar en la danza de los vientos

El viento viene sin decir de dónde proviene, ¿Quién conoce su domicilio?

Corre velozmente sin decirnos en dónde se esconderá, es un dilema encontrar su escondite.

Con su fuerza arrastra los árboles, abrazándolos sin poder zafarse de sus brazos, prosigue en sacarlos de sus raíces sin siquiera poder negociar un año más de permanencia en el lugar que abraza tantos recuerdos.

Aparece silenciosamente, pero irrumpe con violencia golpeando nuestras caras

Impotentes ante su intensidad caemos delante de su incorpóreo ser.

Quién puede sostenerse delante de él y no sentir sus fuertes ráfagas que arrastran todo aquello que carece de consistencia y firmeza temporal.

El sigilo se convierte en un estruendoso ruido, no se llama silbido, es más bien un ensordecedor desgarro de todo aquello que se lleva en su mortal paso por la vida los indefensos mortales.

Esconderse de sus corrientes, evitando los efectos de su pasar, no sabe de establecer lazos, viene y va, no tiene paradas permanentes. Fluye y desaparece, algún día o noche nos hará sentir su presencia.

Refugiarse es parte del instinto, cuando se ve o se percibe algún peligro, el modo resguardo se activa automáticamente, el miedo nos paraliza o más bien nos activa, de todas formas, contrae algún de reacción en nosotros.

Cubrirse para abrigarse de los temores o del frío que congela nuestras ansias de vivir. Hacerlo nos trae una sensación de seguridad, de cobijarse y hallar el calor de la paz en medio de los tornados que golpean los pilares de nuestros hogares.

Protegerse ante la amenaza que abruma el alma y que diluye la quietud que genera en el ser la dulce brisa primaveral. La ventisca levanta las flores y cubre las bellas praderas, cambiando los entornos y vistiéndolas de un blanco opaco que ahoga las hierbas del campo.

Suplicar, es el ruego del penitente que aflige sus huesos, estruendos y sollozos se exclaman por sus labios y un grito se apodera del espacio cambiando la atmósfera reinante.

Aferrarse al céfiro que apaciblemente nos acompaña en las nostalgias del otoño, hojas caídas, árboles desnudos que tendrán que esperar la siguiente estación para arroparse de hermosos colores. Volverán a florecer, el viento hizo su cometido, preparando los paisajes para los siguientes ciclos de los atardeceres primaverales y las cálidas noches de verano.

Renunciar a lo que no podemos sostener, es bueno dejar que las ráfagas se lleven consigo aquello que no nos pertenece y que a veces, se arraiga en las profundidades del alma, obstruyendo el nacimiento de las semillas, que algún día traerán un hermoso fruto que alimentará el deseo de seguir sonriendo en los amaneceres del mañana.

Llorar repentinamente y dejar que la galerna se lleve las amarguras que frenan las sonrisas; desahogo intenso del que quiere librar las penas que invaden las pausas y que no permiten avanzar en la búsqueda de un nuevo puerto que atracar.

Observar como el vendaval arrastra todos los elementos que no tienen firmeza y despoja todo aquello que no tiene una relación firme con los soportes de sustentan los pilares con el cimiento. Personas, relaciones, trabajos e ideas son acarreadas por el viento, limpiando los recuerdos y conciliando el pasado con el presente.

Contemplar el remolino que aparece en las tibias tarde de verano y prontamente desaparece con su breve existencia insustancial, siendo un vientecillo absolutamente circunstancial y carente de significado. Como todo aquello que no contrae trascendencia en los momentos del mañana.

Dejarse llevar por el impetuoso torbellino es necesario cuando se quiere volar de las instancias complejas de la vida y en ello sacar de los bolsillos todas aquellas menciones de los desaires ejercidos por individuos que consumen lo poco humano que nos queda en la humanidad.

¿Quién podrá decirle al sol que no salga en las mañanas? Y al Alba solicitarle que se oculte cuando la luz del día debe hacer su reestreno en cada mañana. Es posible ordenar a las estrellas que se desconecten y dejen de brillar o tal vez a la luna que deje de reflejar la luz en las oscuras y silenciosas noches de un invierno no lluvioso.

Morir en los silbidos del viento, cada uno de sus suspiros anuncia que la partida de las hojas es irrenunciable, porque el dictamen que recae sobre cada una de ellas es inapelable por parte del ciclo de la existencia de la materia.

No es, ni será malo dejarse llevar por las danzas de los vientos.

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