Sin poder volar, sus alas dónde estarán
La religión destruyó sus alas. Aquello que alguna vez fue un impulso genuino de amor y compasión se convirtió en un sistema de normas, credos y proselitismos que lo volvieron incrédulo. Lo que antes era fuego en el pecho, ahora era una rutina fría, un seguimiento mecánico de mandatos que poco tenían que ver con la misericordia. El amor que alguna vez sintió se transformó en un recipiente vacío, lleno de tradiciones que no hablaban de los necesitados, sino de los rituales.
Durante un tiempo, creyó que el amor habitaba en las sonrisas y en los abrazos que parecían sinceros. Pero pronto descubrió que esas muestras de afecto eran apenas la cara amable de una profunda indiferencia. El religioso, con su gesto afable, escondía la distancia, el juicio, la exclusión.
Sus deseos, los más nobles, yacen ahora en el cementerio de los que alguna vez quisieron hacer el bien a los desterrados. Aquellos que el sistema invalida, silencia y olvida. ¿Qué pueden ofrecer ellos?, se preguntaban los poderosos. ¿Qué se puede obtener de sus bolsillos, sino hambre, miseria y una agobiante necesidad de pan, leche, abrigo… y, sobre todo, bondad?
El corazón que alguna vez sintió compasión se convirtió en un templo helado, donde ya no se vive, sino que se obedece. Las órdenes eclesiásticas giran en círculos, repitiéndose sin sentido, trayendo fatiga al alma que alguna vez tuvo sed de piedad.
El llamado a la justicia fue reemplazado por el abrazo egoísta del individualismo. El grito del alma sufriente fue abandonado. Aquellos que nada tenían que dar esperaban, en vano, de quienes sí podían hacerlo.
El bien, la paz, la misericordia, la justicia y la verdad eran los caminos que deseaba transitar en su ingenua fe. Creía que en los monasterios encontraría la virtud del contentamiento, la humildad de compartir el pan con los menesterosos. Pero en lugar de eso, halló silencio, normas, y una espiritualidad que olvidó al ser humano.

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